Y dos lágrimas gemelas
siguieron a otras treinta,
paridas con sangre y vergüenza,
regando aquel olivo
testigo de sus miedos.
Aquellos dedos culpables
golpeaban la mesa,
al son de un réquiem
de metálicas melodías
a cielo descubierto.
Cinco saetas clavaron
en sus rosados versos
haciendo de su sangre
elixir de eterna juventud
de mi recuerdo.
Y a su muerte,
las hienas eructaron,
satisfechas de revancha,
esperma de ave negra
el cual era su alimento.
Iván Arrillaga Valero.